"Entre íconos y clichés: lo que Irapuato no entendió de Casillas y Palomar"
El pasado 23 de abril tuvimos el honor de contar en Irapuato con la presencia de los maestros Juan Palomar y Andrés Casillas de Alba, dos figuras fundamentales en la arquitectura tapatía y nacional. El encuentro incluyó una valiosa exposición de obras y procesos del arquitecto Casillas, lo que prometía ser una oportunidad excepcional para el diálogo profundo y el aprendizaje colectivo. Sin embargo, terminó por evidenciar una preocupante superficialidad.
Muchos de los asistentes —particularmente del gremio arquitectónico local— parecían más interesados en presumir que “el maestro está en Irapuato” y en conseguir la foto obligada, que en involucrarse realmente con la obra y el pensamiento del arquitecto. Las preguntas formuladas fueron, en su mayoría, banales, repetitivas y carentes de profundidad, dejando entrever una falta de preparación y de conciencia sobre el momento histórico que se estaba viviendo.
Durante la conferencia, en lugar de abrir nuevas ventanas al pensamiento de Casillas, se cayó nuevamente en el discurso desgastado que orbita —inevitablemente, pero sin espíritu crítico— alrededor de la figura de Luis Barragán. Se repitieron los mismos conceptos: color, silencio, misterio. Se aludió una y otra vez a “joyas” aisladas de Casillas: los muros de color, el caballo de madera, ciertas ventanas como si esas imágenes bastaran para entender la evolución de su obra arquitectónica y como el maestro concibe cada una de sus obras, no con conceptos trillados sino con su personal visión del mundo y como entiende, aborda cada proyecto de manera Magistral
Paradójicamente, mientras se afirmaba que “no se puede comparar al maestro con el alumno”, todo el enfoque terminó siendo una insistencia en encajar a Casillas dentro de la sombra de Barragán. Esto no solo contradice el supuesto respeto por su autonomía como creador, sino que diluye su propia voz. Lo más grave: se interrumpieron momentos clave donde Casillas intentaba hablar de lo verdaderamente esencial —su trato con los clientes, la manera en que concibe y ejecuta sus proyectos, su ética de trabajo, su visión profunda de la arquitectura como acto humano— para regresar, una y otra vez, a las mismas preguntas obvias y referencias superficiales. Así, lo que pudo haber sido un encuentro con la experiencia viva de un arquitecto fundamental terminó reducido a un espectáculo más de consumo cultural inmediato.
“La obra de Andrés Casillas no es para mirar rápido ni para fotografiar compulsivamente. Es para habitarla, para callar dentro de ella, para comprender que cada muro, cada sombra, cada escala tiene detrás una decisión pensada con humildad y con inteligencia.”
— Juan Palomar Verea, Monografías de arquitectos del siglo XX Andrés Casillas de Alba, Secretaría de Cultura del Gobierno de Jalisco, 2006.




Andrés Casillas concibe la arquitectura como un acto ético, casi Fenomenológico de donde cada decisión proyectual está anclada en un profundo respeto por el sitio, el cliente y el tiempo. Su arquitectura no nace del gesto espectacular ni de la forma como fin en sí como el mismo lo llama "Caprichos de Arquitecto", sino de una búsqueda constante de equilibrio entre el espacio mismo, el ritmo de la vida cotidiana y la memoria del lugar. Más que construir objetos, Casillas construye sinfonías para la vida cotidiana, estrofas donde la casa no es simplemente una estructura física, sino un espacio que integra recuerdos, deseos y emociones.
La obra de Casillas no puede reducirse a categorías superficiales como el color, el misticismo o la influencia barraganesca —aunque estos elementos estén presentes—, porque su valor no radica en lo anecdótico ni en lo decorativo, sino en la coherencia interna de cada proyecto como parte de una evolución vital. La complejidad de su arquitectura emerge del modo en que los materiales, las proporciones, los recorridos y la atmósfera se integran en una poética del espacio que no pretende impresionar, sino acompañar al ser humano en su vida cotidiana.
Su obra es paciente, libre de urgencias y sin concesiones al mercado. El oficio —la manera en que se dibuja, se conversa con los constructores, se decide cada detalle— es inseparable de su arquitectura. Casillas entiende que el silencio también construye: no como vacío, sino como presencia invisible, como atmósfera que sostiene y dignifica la experiencia de habitar.
Desde esta perspectiva, estudiar a Casillas no implica observar una colección de obras desconectadas ni celebrar imágenes icónicas por sí solas. Implica comprender la arquitectura como un una sistema vivo en evolución, como un pensamiento que se afina en el tiempo, y como una ética proyectual que entrelaza sensibilidad, rigor y cuidado.
El problema con los íconos no es su existencia, sino su banalización. Lo que sucede ahora con Barragán: la imagen eclipsa el mensaje. Y la arquitectura no puede seguir alimentándose de lugares comunes. La solución no está en multiplicar exposiciones ni en acumular fotos con frases heroicas. Está en el estudio riguroso, el pensamiento crítico y un tipo de cuidado que no consiste en conservar de forma pasiva ni en hacer mas exposiciones, sino en preservar de manera activa, reflexiva y viva.




